Este peculiar sonido
de golondrinas y vencejos,
me transporta
a los cálidos e infantiles atardeceres
desde el balcón de la casa de mis padres.
Allí,
merendando
entre barrotes de negro hierro
pasaba el tiempo de la tarde,
despreocupado,
ensimismado
con el canto de estos pájaros,
que en su desorden y algarabía
me traían una bella melodía.
Y mientras yo,
tan solo vivía.
Ahora,
treinta años después,
vuelvo a sentir aquella dicha
desde la azotea de mi casa
(lugar elevado
de comunicación con Dios),
viendo en el horizonte azul
las siluetas de vencejos y gaviotas.
Y detengo
el tiempo de mi memoria,
en ese jubiloso juego,
alborotador de aves,
anunciando la caída de la tarde
e invitándome
con ella,
con ella,
a la contemplación
de su dulce, bello
y fugaz espectáculo.